Mongolia fue sin duda el más increíble de los sitos que había visitado en el continente asiático.
El único del que extraño su
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hospitalidad y su calor desde mi regreso. Tal vez por haber sido el último de mis viajes, o quizás porque se me había pegado un poco de la nostalgia que caracterizaba a los habitantes de aquel país que habían abandonado su pueblo natal.
Nada más dejar a un lado el aer
opuerto, tía y sobrinos nos vimos envueltos en diez días de magia y aventura.
Aquel lugar tenía algo, algo especial que siempre había estado presente en los hipotéticos planes futuristas de los tres.
Por un lado, su religión. Era algo que siempre me había llamado la atención. Los mongoles son budistas, pero en su religión tienen gran importancia las influencias chamánicas de épocas anteriores. A pesar de ello, sectas que dicen practicar la religión cristiana intentan hacerse hueco día a día en el interior del país.
Por otro lado, mi queridísima literatura. En Mongolia hay grandes joyas literarias, guardadas como si de lingotes de oro se tratase en majestuosas bibliotecas:
La historia secreta de los mongoles, fragmentos escritos que datan de la época del Imperio Mongol, importantes manuscritos...Y, aunque no estén recogidas en ninguna parte, los mongoles conservan en su memoria importantes obras literarias transmitidas de forma oral.
Por último el arte, algo que siempre ha fascinado a la más joven de mis tías. Laura adoraba el arte asiático, y en especial el de aquel lugar, donde hasta el siglo XX sólo se esculpían deidades budistas en bronce. Aunque en un principio fueron reprimidas, a partir de 1980 salieron a la luz preciosas e importantes obras artísticas por todos los rincones del país.
Todas estas razones nos movían a Laura y a mí a visitar aquel lugar, por lo que en los dos primeros días nos dedicamos a visitar únicamente templos budistas, bibliotecas y museos. Todo increíble, desde luego.
Respecto a Alexandre, era otro el motivo que le había llevado a planear conmigo aquel fantástico viaje. Hacía unos años sus padres habían viajado allí, cuando él ni siquiera había nacido. Le habían hablado de maravillosas fiestas, grandes festivales en los que como tradición se monta a caballo, se practica la lucha libre y se realiza el tiro con arco.
Le habían hablado de la riqueza cultural de un país asiático desconocido por muchos.
Por desgracia no coincidió nuestro periodo vacacional con ninguna de las fiestas, puesto que éstas se realizan en febrero, lo cual no quiere decir que no llegásemos a conocer la cultura de la zona.
Nos alojábamos en un lujoso hotel de la zona turística, aunque esto no supusiera que nos pudiésemos olvidar ni un solo momento de lo diferente que era aquel lugar de donde acostumbrábamos a pasar el resto de nuestra vida. La principal diferencia se veía nada más asomarnos por la ventana de nuestras habitaciones. Caballos. Numerosos caballos que lucían sus crines a la luz del atardecer. Caballos salvajes y caballos que llevaban a los lugareños de un lado a otro.
También podíamos contemplar el extraordinario paisaje de la estepa, o a los pastores nómadas que vagaban de un lado a otro con su rebaño.
Uno de los días fuimos al teatro a ver una obra. Se trataba de un musical típico del país que combinaba música tradicional del lugar con estilos occidentales modernos. Precioso, aunque ninguno de los tres entendió ni la más mínima parte de sus canciones. Cabe destacar que la música tiene una larga tradición, siendo curioso que el principal instrumento utilizado sea la voz.
Después mi primo propuso ir al cine, a lo que nos negamos, ya que no queríamos seguir acudiendo a espectáculos audiovisuales cuya lengua desconocíamos. De todas formas el cine actual en Mongolia poco se diferencia del occidental, aunque en la época socialista las películas fueron tratados como un instrumento de propaganda, siendo los primeros temas leyendas populares y héroes revolucionarios.
Decidimos volver al hotel. Por el camino no pude evitar poner mis ojos en un restaurante. Allí había muchísima gente, como si de una gran boda se tratase. Pero no, no era una boda. Era un corte de pelo, pero no un corte de pelo cualquiera, según nos explicaron, era la celebración del primer gran corte de pelo de un niño de tres años.
Aunque aquí en occidente esto no tendría mayo
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r importancia, allí sí que la tiene, puesto que se trata de un lugar lleno de costumbres y supersticiones. En Mongolia se cree en los buenos y malos presagios y se teme a las desgracias. Éstas pueden ser atraídas por diversos motivos, desde el pensamiento negativo hasta la intervención de un chamán malicioso.
Todo allí me llamaba la atención, incluso la comida o la vestimenta.
A menudo comíamos cordero, carne típica del lugar o una curiosa masa de carne que recibía el nombre de buzz. Para desayunar siempre había leche de yegua, aunque también contábamos con numerosos productos gastronómicos importados del extranjero.
Los diez días que estuvimos allí se nos pasaron demasiado rápido a los tres, en la maleta me llevo a modo de
souvenir dos trajes típicos mongoles, caracterizados por estar diseñados para soportar las bajar temperaturas de la estepa y el pastoreo nómada, trajes que sólo se han modernizado en pequeños aspectos desde la época del Imperio Mongol.
Y aquí concluyen mis viajes.
Los mongoles son gente humilde con una tradición cultural antiquísima. Personas de las que sin duda muchos occidentales podrían tomar ejemplo, no me excluyo.
Yo me alojé en un lujoso hotel que contrastaba con el paisaje de estepa que caracterizaba el lugar, que contrastaba con los pastores nómadas, que contrastaba con aquella gente que aún utilizaba el caballo como medio de transporte.
¿Qué opináis al respecto? ¿Es lícito y moral este contraste?